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Un muy lúcido ensayo que recorre las distintas formas de leer y la construcción de la subjetividad lectora. Cuestiona la pasividad del lector y lo ubica en una posición creativa. El arte está asociado a la escritura, pero ¿y si el verdadero artista fuera el lector? ¿Y si el verdadero arte fuera el de leer? El punto de partida para Piglia es Borges. Borges se jactaba de los libros que había leído, no de los que había escrito. La escritura para Borges era una continuación de la lectura; o peor, era la forma a partir de la cual lograba una idea lo dejara en paz, al darle forma, al apresarla dentro de la estructura literaria. Era casi una cuestión escatológica.
Luego está Kafka y la necesidad de una criada. De una mujer-lectora-copista, de la contraparte, de una falta. Un escritor de infinitos borradores manuscritos, con tinta y con lápiz, incapaz de utilizar la máquina de escribir porque resultaba, en el imaginario kafkiano, indisociable del oficio burocrático. Luego, el escritor que dicta (el “gran Dictador”) y la mujer que copia, como lo hacía Dostoievski, como lo hacía Tolstoi junto a su mujer. Sofia Tolstoi se rebela al igual que el Bartleby de Melville: “Preferiría no hacerlo”; pero lo hizo, a su pesar, al menos así lo expresa en sus diarios, luego de copiar unas diez veces “La guerra y la paz” para su marido.
El lector tiene como unas de sus mayores representaciones modernas al detective. Este se encarga de leer palabras impresas y descifrar signos escritos en un papel. De hecho, el primer relato policial, “Los crímenes de la rue Morgue” de Poe, sucede en una librería de la rue Montmartre, donde el narrador conoce por azar a Auguste Dupin, en el momento en que ambos estaban allí en busca del mismo libro. De ese encuentro, surge un género.
Entendido como descifrador, dice Piglia, el lector ha sido muchas veces una sinécdoque o una alegoría del intelectual. La indecisión del intelectual es siempre la incertidumbre de la interpretación, de las múltiples posibilidades de la lectura. Existe una tensión entre el acto de leer y la vida práctica. Por esa razón, Piglia trae el ejemplo de Ernesto Guevara y el momento en que creyendo que iba a morir, recuerda un pasaje del libro Farther North de Jack London: “cuando hubo recobrado el aliento y el control, se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con dignidad”. Guevara encuentra en el personaje de London el modelo de cómo se debe morir. Don Quijote o Emma Bovary encuentran en las novelas la manera en que hay que vivir. El lector busca el sentido de la experiencia perdida. Hombre práctico por excelencia, Guevara aprovechaba cada una de las pausas de la marcha continua de la guerrilla para abandonarse a la lectura.
Hay novelas en las que alguien lee una novela, como sucede en Anna Karenina de Tolstoi. Estamos en la línea histórica que quiere a las mujeres como protagonistas del consumo narrativo. La Eterna de Macedonio Fernandez, la propia Madame Bovary o incluso Molly Bloom, personaje del Ulysses de Joyce, complejizan la figura del lector moderno. Una mujer lee una novela en una novela; una novela inglesa y en un tren, todo un símbolo de la modernidad en el siglo XIX.
¿Por qué se leen novelas? Sartre sostuvo que hay algo que falta en la persona que lee, y esto es lo que busca en el libro. Ahora, por ejemplo, el bovarismo consiste en que la lectura es un espejo de lo que la vida debería ser; ese es el síntoma de Madame Bovary. Resulta interesante, y a la vez paradójico, que las propias novelas adviertan sobre el peligro de leer novelas, el peligro de confundir realidad y ficción (de nuevo: Don Quijote, Madame Bovary, Anna Karenina, Lönnrot en “La muerte y la brújula”). Ahora, volviendo a Sartre, de lo que se trata no es de otra cosa que del sentido de la vida; una vida mal hecha, mal vivida, alienada, mistificada, pero acerca de la cual, al mismo tiempo, quienes la viven, saben bien que podría ser otra cosa.
Y esa podría ser (o haber sido) la esperanza del último lector.
Luego está Kafka y la necesidad de una criada. De una mujer-lectora-copista, de la contraparte, de una falta. Un escritor de infinitos borradores manuscritos, con tinta y con lápiz, incapaz de utilizar la máquina de escribir porque resultaba, en el imaginario kafkiano, indisociable del oficio burocrático. Luego, el escritor que dicta (el “gran Dictador”) y la mujer que copia, como lo hacía Dostoievski, como lo hacía Tolstoi junto a su mujer. Sofia Tolstoi se rebela al igual que el Bartleby de Melville: “Preferiría no hacerlo”; pero lo hizo, a su pesar, al menos así lo expresa en sus diarios, luego de copiar unas diez veces “La guerra y la paz” para su marido.
El lector tiene como unas de sus mayores representaciones modernas al detective. Este se encarga de leer palabras impresas y descifrar signos escritos en un papel. De hecho, el primer relato policial, “Los crímenes de la rue Morgue” de Poe, sucede en una librería de la rue Montmartre, donde el narrador conoce por azar a Auguste Dupin, en el momento en que ambos estaban allí en busca del mismo libro. De ese encuentro, surge un género.
Entendido como descifrador, dice Piglia, el lector ha sido muchas veces una sinécdoque o una alegoría del intelectual. La indecisión del intelectual es siempre la incertidumbre de la interpretación, de las múltiples posibilidades de la lectura. Existe una tensión entre el acto de leer y la vida práctica. Por esa razón, Piglia trae el ejemplo de Ernesto Guevara y el momento en que creyendo que iba a morir, recuerda un pasaje del libro Farther North de Jack London: “cuando hubo recobrado el aliento y el control, se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con dignidad”. Guevara encuentra en el personaje de London el modelo de cómo se debe morir. Don Quijote o Emma Bovary encuentran en las novelas la manera en que hay que vivir. El lector busca el sentido de la experiencia perdida. Hombre práctico por excelencia, Guevara aprovechaba cada una de las pausas de la marcha continua de la guerrilla para abandonarse a la lectura.
Hay novelas en las que alguien lee una novela, como sucede en Anna Karenina de Tolstoi. Estamos en la línea histórica que quiere a las mujeres como protagonistas del consumo narrativo. La Eterna de Macedonio Fernandez, la propia Madame Bovary o incluso Molly Bloom, personaje del Ulysses de Joyce, complejizan la figura del lector moderno. Una mujer lee una novela en una novela; una novela inglesa y en un tren, todo un símbolo de la modernidad en el siglo XIX.
¿Por qué se leen novelas? Sartre sostuvo que hay algo que falta en la persona que lee, y esto es lo que busca en el libro. Ahora, por ejemplo, el bovarismo consiste en que la lectura es un espejo de lo que la vida debería ser; ese es el síntoma de Madame Bovary. Resulta interesante, y a la vez paradójico, que las propias novelas adviertan sobre el peligro de leer novelas, el peligro de confundir realidad y ficción (de nuevo: Don Quijote, Madame Bovary, Anna Karenina, Lönnrot en “La muerte y la brújula”). Ahora, volviendo a Sartre, de lo que se trata no es de otra cosa que del sentido de la vida; una vida mal hecha, mal vivida, alienada, mistificada, pero acerca de la cual, al mismo tiempo, quienes la viven, saben bien que podría ser otra cosa.
Y esa podría ser (o haber sido) la esperanza del último lector.