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Cuando terminé el quinto capítulo de la tercera parte tuve que cerrar el libro, pararme de la mesa, y caminar por toda la casa blandiendo en alto el puño, maldiciendo a Flaubert por haber hecho lo que hizo, por la injusticia tan aberrante que no es suya sino del mundo. La situación, si alguien quiere imaginarla con mayor claridad, incluye un apartamento con cuatro gatos en el que yo vocifero en contra del autor francés mientras mis padres duermen en la alcoba principal.
Sólo esa escena (la última del capítulo cinco de la tercera parte) basta para hacer de este libro uno que se gana su puesto entre las mejores cosas que he leído. El resto de elementos vendrán a confirmar esa observación. La pericia narrativa es la de un maestro en el oficio, uno que supo que escribir es un proceso de larga artesanía en el que poco importan las geniales intuiciones si no se domina a la perfección la herramienta del lenguaje y la paciente observación del alma humana. La educación sentimental es una de esas composiciones que parecen pertenecer, en exclusiva, al siglo XIX: novelas que abarcan todo, que no se echan atrás al momento de poner en escena discusiones estéticas o políticas, y que mantienen, por encima de cualquier cosa, una amarga conciencia crítica que hace vitales los cuadros más cotidianos.
Aborrecí al personaje principal a lo largo de toda la novela. Esta confesión no dice nada, pero cuando debo admitir que en las dos páginas finales dejé de odiarle, que en veinte párrafos consiguió Gustave Flaubert que me reconciliara con Frédérik Moreau, bueno, entonces estoy confesando una de dos cosas: la primera mi absurda volubilidad; la segunda, una inmensa capacidad de síntesis en el autor que consigue poner en perspectiva toda una personalidad a la luz de una conclusión encantadora. La sencilla belleza del final de la novela no deja de recordarme el demoledor final de Don Quijote.
¿Para qué irme a más? Quien lea La educación sentimental encontrará una novela lenta para nuestras costumbres actuales, demorada en los detalles, amplia al momento de describir particularidades del vestido y del paisaje. Encontrará situaciones patéticas por su ausencia de tragedia, narradas con un dramatismo esencial a partir de las declaraciones de sus personajes; y situaciones febrilmente dramáticas, narradas con demoledora falta de adornos...
Es el primer libro que leo de Gustave Flaubert. He encontrado pasajes enteros de una candidez repleta de ternura que de golpe se interrumpen para dejar paso a metáforas que jamás se me habrían pasado por la imaginación. ¿Si ese no es el oficio del poeta, dónde hemos de encontrarlo? Insisto, es el primer libro que leo del clásico francés, y lo buscaré de ahora en adelante con entusiasmo.
Encontré en la lectura algo parecido a la esperanza, en nuestra contradictoria condición humana, en nuestra tierna soberbia, en nuestras mejores aventuras. De toda la obra, sé que el personaje de Dussardier me acompañará siempre.
Sólo esa escena (la última del capítulo cinco de la tercera parte) basta para hacer de este libro uno que se gana su puesto entre las mejores cosas que he leído. El resto de elementos vendrán a confirmar esa observación. La pericia narrativa es la de un maestro en el oficio, uno que supo que escribir es un proceso de larga artesanía en el que poco importan las geniales intuiciones si no se domina a la perfección la herramienta del lenguaje y la paciente observación del alma humana. La educación sentimental es una de esas composiciones que parecen pertenecer, en exclusiva, al siglo XIX: novelas que abarcan todo, que no se echan atrás al momento de poner en escena discusiones estéticas o políticas, y que mantienen, por encima de cualquier cosa, una amarga conciencia crítica que hace vitales los cuadros más cotidianos.
Aborrecí al personaje principal a lo largo de toda la novela. Esta confesión no dice nada, pero cuando debo admitir que en las dos páginas finales dejé de odiarle, que en veinte párrafos consiguió Gustave Flaubert que me reconciliara con Frédérik Moreau, bueno, entonces estoy confesando una de dos cosas: la primera mi absurda volubilidad; la segunda, una inmensa capacidad de síntesis en el autor que consigue poner en perspectiva toda una personalidad a la luz de una conclusión encantadora. La sencilla belleza del final de la novela no deja de recordarme el demoledor final de Don Quijote.
¿Para qué irme a más? Quien lea La educación sentimental encontrará una novela lenta para nuestras costumbres actuales, demorada en los detalles, amplia al momento de describir particularidades del vestido y del paisaje. Encontrará situaciones patéticas por su ausencia de tragedia, narradas con un dramatismo esencial a partir de las declaraciones de sus personajes; y situaciones febrilmente dramáticas, narradas con demoledora falta de adornos...
Es el primer libro que leo de Gustave Flaubert. He encontrado pasajes enteros de una candidez repleta de ternura que de golpe se interrumpen para dejar paso a metáforas que jamás se me habrían pasado por la imaginación. ¿Si ese no es el oficio del poeta, dónde hemos de encontrarlo? Insisto, es el primer libro que leo del clásico francés, y lo buscaré de ahora en adelante con entusiasmo.
Encontré en la lectura algo parecido a la esperanza, en nuestra contradictoria condición humana, en nuestra tierna soberbia, en nuestras mejores aventuras. De toda la obra, sé que el personaje de Dussardier me acompañará siempre.