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El túnel que da título a la novela es una metáfora perfecta del “lugar” en el que vive el protagonista, de ese muro que él cree que separa su existencia de la de los demás y hace imposible la comunicación (y, en efecto, esa creencia por sí sola levanta el muro, un muro-túnel, un pozo, en el que supongo que todos, o la mayoría, hemos metido la cabeza alguna vez), en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Pero ese túnel de Castel, además de condenarle a la soledad, contiene otras cosas mucho más peligrosas –rabia, celos extremos, miedo, obsesiones–, que unidas a esa esperanza de compresión, esa “necesidad de comunión” que le embarga al conocer a María Iribarne le llevan a cometer el crimen: en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío (…) mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome?, ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.
Pablo Castel es un magnífico personaje-narrador: obsesivo, enfermizo, infeliz, incapaz de cualquier tipo de relación con otros, contradictorio, repulsivo, inseguro, cobarde, y, por todo esto, fascinante (aunque veo que a muchos lectores les ha sucedido lo contrario). Y fascinante es también meterse en su mente y, pese a todo esto, comprender algunas de las cosas que dice o siente, ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad, o reconocerse en determinadas manías, en esa necesidad de visualización constante, En esos encuentros imaginarios había analizado diferentes posibilidades. Conozco mi naturaleza y sé que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza de atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas variantes que eran lógicas o por lo menos posibles.
Además, a todas estas virtudes, que no son pocas, yo añado otra: dentro de la evidente sordidez, en muchas ocasiones me ha parecido una novela divertida. Entrar en la mente de ese ser atormentado y repugnante, tener presentes sus primeras palabras (Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne) y a la vez reír y sentir simpatía por ciertos comentarios, es algo que solo pasa en la ficción y es apasionante: En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco, o Sin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría? Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ría de las pretensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo puede encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno?
Me ha hipnotizado la historia, ese dar vueltas y vueltas sin saber a dónde pretende llegar, qué quiere explicar, si dará motivos o intentará justificarse, si busca el perdón o algo de compasión, o, como él mismo dice, si no será todo vanidad (notable motor del progreso humano), orgullo o soberbia, pero... ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida?
Pablo Castel es un magnífico personaje-narrador: obsesivo, enfermizo, infeliz, incapaz de cualquier tipo de relación con otros, contradictorio, repulsivo, inseguro, cobarde, y, por todo esto, fascinante (aunque veo que a muchos lectores les ha sucedido lo contrario). Y fascinante es también meterse en su mente y, pese a todo esto, comprender algunas de las cosas que dice o siente, ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad, o reconocerse en determinadas manías, en esa necesidad de visualización constante, En esos encuentros imaginarios había analizado diferentes posibilidades. Conozco mi naturaleza y sé que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza de atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas variantes que eran lógicas o por lo menos posibles.
Además, a todas estas virtudes, que no son pocas, yo añado otra: dentro de la evidente sordidez, en muchas ocasiones me ha parecido una novela divertida. Entrar en la mente de ese ser atormentado y repugnante, tener presentes sus primeras palabras (Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne) y a la vez reír y sentir simpatía por ciertos comentarios, es algo que solo pasa en la ficción y es apasionante: En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco, o Sin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría? Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ría de las pretensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo puede encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno?
Me ha hipnotizado la historia, ese dar vueltas y vueltas sin saber a dónde pretende llegar, qué quiere explicar, si dará motivos o intentará justificarse, si busca el perdón o algo de compasión, o, como él mismo dice, si no será todo vanidad (notable motor del progreso humano), orgullo o soberbia, pero... ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida?