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El nombre del mundo recoge tanto algunos de los pasajes más ridículamente absurdos que he leído en lo que va de año como interesantes y profundas reflexiones sobre el proceso de duelo y la pérdida de propósito vital. Dicho en otras palabras, en este libro Denis Johnson es capaz de lo mejor y de lo peor. Lo mejor: la premisa, que nos mete en la piel de un profesor universitario que trata de superar el fallecimiento de su mujer y su hija en un accidente de tráfico; el estilo, acoplado casi siempre de manera perfecta al discurso intelectual y meditativo del protagonista; el final, bastante acertado y coherente con la clásica estructura del monomito donde el objetivo a alcanzar es una completa y purificadora renovación interior. Lo peor: la inconsistencia de la trama, un interminable soliloquio sin ningún tipo de subdivisión temática que salta de un sitio a otro con la optimista pretensión de que el lector no pierda el hilo en ningún momento; y, por otra parte, los desvaríos lynchianos que de vez en cuando salpican la narración, una serie de esperpénticos acontecimientos de carácter experimental que involucran diálogos disparatados, fantasías sexuales dignas de peritaje psicológico y una performance conceptual en la que una estudiante se depila el coño ante decenas de atentos espectadores. Vamos, que no hay por dónde coger muy bien este libro a menos que yo me haya perdido algo de una relevancia crucial. En cualquier caso, seguiré probando otras novelas del autor con la firme esperanza de que El nombre del mundo sea una anecdótica excepción y no una muestra representativa de lo que me va a seguir ofreciendo Denis Johnson en el futuro.