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El poeta vencedor (Reseña, 2020)
Los diarios de Julio Ramón Ribeyro se publicaron con un título que es, en sí mismo, suficiente para justificar toda una vida de búsqueda. La tentación del fracaso se llaman, y por ser los diarios de un escritor un intuye que escribir, dedicarse a escribir, es justo eso: experimentar constantemente el llamado del margen, la voz de los confines, la suave caricia de las sirenas que apartan del éxito, del triunfo, de la victoria, y ofrecen, en cambio, el ostracismo, la derrota, el dulcísimo amor al que sólo los desesperados tienen acceso alguna vez en su vida.
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Esa figura del poeta vencido, del creador entregado a buscar en el exilio social las potencialidades de su genio creador, no se la inventó Ribeyro, ni más faltaba. Todo el genio creador del romanticismo está sustentado en ella. Buena parte del trascendentalismo la toma como punto de partida. La declaración de independencia intelectual latinoamericana la solivia un poco, después de todo escribir es comprometerse, pero igual recubre sus gestos con cierta necesidad de diferenciación entre quien se encarga de crear y quien puede considerarse un modelo de triunfo en la sociedad capitalista. Porque el centro para el que existen esos márgenes es occidente y occidente es el capital, y la industria, y el comercio. Mirando justo allí es donde Orwell construye su novela. Mirando justo allí es donde nos presenta al poeta Gordon Comstock, con sus profundas convicciones de que sólo negándose a participar de los ideales económicos de su tiempo podrá hacerse legítimo como individuo e inmortal como creador.
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Orwell es un fabulista delicioso. Tuve que leer en mi adolescencia su Rebelión en la granja, y a punto seguido me sumergí en 1984. La idea de las sociedades de control, de la vigilancia, del sacrificio de la libertad individual me parecían suculentas. Los escenarios distópicos, la posibilidad de entender el mundo como un sistema de enfrentamiento entre un establecimiento terrible y un héroe individual siempre en riesgo me parecía encantadora. Encontré Que no muera la aspidistra hace años y lo dejé en la pila de pendientes hasta ahora. Quise volver a Orwell porque necesitaba otro escenario de esos mundos que terminan, de sociedades llevadas al límite. Pero las diosas del azar son más sabias que nuestra torpe voluntad y esta novela es justo eso, pero no es nada de eso. También las diosas del tiempo son sabias y yo soy un lector muy distinto ahora al lector que era durante mi adolescencia. De otro modo la belleza de la aspidistra se me habría escapado.
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Porque, a diferencia de los libros suyos que había leído previamente, Que no muera la aspidistra no recurre a la alegoría ni a la creación de un escenario paralelo al momento de plantear su crítica: lo hace en un escenario ficticio cotidiano, con calles y trabajos y relaciones amorosas, y paseos al campo. El eje, en este caso como en los otros, sigue siendo el dinero, el capital, la explotación del hombre en los engranajes de la maquinaria colosal de la producción. Pero aquí hay algo redimible, algo sutilmente salvaje e indomable. Aquí hay aspidistras.
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Quien haya leído alguna de las otras obras de Orwell encontrará aquí gozo. Quien no lo haya hecho quizás debería pasar antes por Rebelión en la granja, para encarar el mito antes que la obra. Como sea, es fácil de leer, y divertido, y ese atributo de entretenimiento debería bastarnos. Quiero hablar de otra cosa, he dicho suficiente hasta aquí y todavía no digo lo único importante. De alguna manera porque soy tramposo, y sé que estoy esperando a quedarme corto de palabras para dejarlo sólo insinuado, y como suelo cerrar estas reseñas alrededor de las seiscientas, ese momento ha llegado.
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Amé de esta novela que al final, aunque el poeta se rinde, aunque renuncia, aunque bota sus versos. Al final, aunque haya una intención en ridiculizar esos falsos profetas de la rebelión del espíritu. Al final, la aspidistra no es la antagonista de Comstock, sino su cómplice. Siempre lo fue. Lo único decorativo, vital, que estuvo a su lado siempre. Lo único innecesario que siempre le acompañó. Lo único por lo que no le darían un solo penique. Lo único verdaderamente inútil en cada uno de sus periplos. La aspidistra. Como la poesía. Como la vida. Quien tenga una en su casa es ya un poeta vencedor.
Los diarios de Julio Ramón Ribeyro se publicaron con un título que es, en sí mismo, suficiente para justificar toda una vida de búsqueda. La tentación del fracaso se llaman, y por ser los diarios de un escritor un intuye que escribir, dedicarse a escribir, es justo eso: experimentar constantemente el llamado del margen, la voz de los confines, la suave caricia de las sirenas que apartan del éxito, del triunfo, de la victoria, y ofrecen, en cambio, el ostracismo, la derrota, el dulcísimo amor al que sólo los desesperados tienen acceso alguna vez en su vida.
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Esa figura del poeta vencido, del creador entregado a buscar en el exilio social las potencialidades de su genio creador, no se la inventó Ribeyro, ni más faltaba. Todo el genio creador del romanticismo está sustentado en ella. Buena parte del trascendentalismo la toma como punto de partida. La declaración de independencia intelectual latinoamericana la solivia un poco, después de todo escribir es comprometerse, pero igual recubre sus gestos con cierta necesidad de diferenciación entre quien se encarga de crear y quien puede considerarse un modelo de triunfo en la sociedad capitalista. Porque el centro para el que existen esos márgenes es occidente y occidente es el capital, y la industria, y el comercio. Mirando justo allí es donde Orwell construye su novela. Mirando justo allí es donde nos presenta al poeta Gordon Comstock, con sus profundas convicciones de que sólo negándose a participar de los ideales económicos de su tiempo podrá hacerse legítimo como individuo e inmortal como creador.
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Orwell es un fabulista delicioso. Tuve que leer en mi adolescencia su Rebelión en la granja, y a punto seguido me sumergí en 1984. La idea de las sociedades de control, de la vigilancia, del sacrificio de la libertad individual me parecían suculentas. Los escenarios distópicos, la posibilidad de entender el mundo como un sistema de enfrentamiento entre un establecimiento terrible y un héroe individual siempre en riesgo me parecía encantadora. Encontré Que no muera la aspidistra hace años y lo dejé en la pila de pendientes hasta ahora. Quise volver a Orwell porque necesitaba otro escenario de esos mundos que terminan, de sociedades llevadas al límite. Pero las diosas del azar son más sabias que nuestra torpe voluntad y esta novela es justo eso, pero no es nada de eso. También las diosas del tiempo son sabias y yo soy un lector muy distinto ahora al lector que era durante mi adolescencia. De otro modo la belleza de la aspidistra se me habría escapado.
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Porque, a diferencia de los libros suyos que había leído previamente, Que no muera la aspidistra no recurre a la alegoría ni a la creación de un escenario paralelo al momento de plantear su crítica: lo hace en un escenario ficticio cotidiano, con calles y trabajos y relaciones amorosas, y paseos al campo. El eje, en este caso como en los otros, sigue siendo el dinero, el capital, la explotación del hombre en los engranajes de la maquinaria colosal de la producción. Pero aquí hay algo redimible, algo sutilmente salvaje e indomable. Aquí hay aspidistras.
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Quien haya leído alguna de las otras obras de Orwell encontrará aquí gozo. Quien no lo haya hecho quizás debería pasar antes por Rebelión en la granja, para encarar el mito antes que la obra. Como sea, es fácil de leer, y divertido, y ese atributo de entretenimiento debería bastarnos. Quiero hablar de otra cosa, he dicho suficiente hasta aquí y todavía no digo lo único importante. De alguna manera porque soy tramposo, y sé que estoy esperando a quedarme corto de palabras para dejarlo sólo insinuado, y como suelo cerrar estas reseñas alrededor de las seiscientas, ese momento ha llegado.
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Amé de esta novela que al final, aunque el poeta se rinde, aunque renuncia, aunque bota sus versos. Al final, aunque haya una intención en ridiculizar esos falsos profetas de la rebelión del espíritu. Al final, la aspidistra no es la antagonista de Comstock, sino su cómplice. Siempre lo fue. Lo único decorativo, vital, que estuvo a su lado siempre. Lo único innecesario que siempre le acompañó. Lo único por lo que no le darían un solo penique. Lo único verdaderamente inútil en cada uno de sus periplos. La aspidistra. Como la poesía. Como la vida. Quien tenga una en su casa es ya un poeta vencedor.