...
Show More
Antes de emprender el viaje, es necesario pertrecharse. Se trata de un largo camino en el que te encontrarás con incontables obstáculos: múltiples personajes, continuas referencias a términos sobre ingeniería, matemáticas, química; saltos temporales constantes y cambios de escenario repentinos, casi en el mismo párrafo; una narración deslavazada, que no sabes por dónde te va a llevar; extrañas y brillantes metáforas. Pero también son de agradecer los paisajes que podrás apreciar durante el viaje: bellas y líricas descripciones, personajes atractivos de nombre carismático, erudición enciclopédica, visiones salidas de una potente imaginación, humor extravagante.
Con Pynchon no valen las medias tintas, exige el cien por cien de tu atención. La determinación es esencial, sobre todo en los pasajes más aburridos, que los hay. Una vez mentalizado de lo que te vas a encontrar durante este largo peregrinaje, empiezas a leer, emocionado pero también algo atemorizado por las dimensiones de la obra y por el autor, siempre impredecible. Pero sabes que merecerá la pena el esfuerzo.
La primera parte te reafirma en lo que ya pensabas: el libro va a ser un hueso duro de roer. Se trata de una novela excesiva en todos los sentidos. Un planteamiento en el que Pynchon te da a conocer docenas de personajes, la gran mayoría para no volver a aparecer más, pero a los que sin embargo intenta darles voz. Las escenas y argumentos crecen sin parar, ramificándose salvajemente. Terminas desorientado, ya que Pynchon no se para a explicar demasiado lo que está sucediendo. Pero bueno, es la seña de identidad de los autores posmodernos, plantear situaciones que no tendrán solución. Pynchon te da a conocer el escenario: Londres, 1944, acabando la segunda guerra mundial, con las bombas volantes V-2 cayendo desde el cielo. Conoces al que parece será el protagonista de la novela, Tyrone Slothrop, militar americano que trabaja en inteligencia y que tiene la capacidad de predecir cuándo caerá uno de estos artefactos del cielo porque se lo avisa una erección, todo ello producto de un experimento de un alemán demente, Jamf. Pero Pynchon no abunda en más explicaciones. Aun así, tienes paciencia porque hay suficientes páginas por delante para entrar en detalles. Parece que la idea es hacerse con las diversas piezas de un enorme rompecabezas, sin tener un plan claro de cómo van a encajar. Hasta aparece una sección sobre estudios paranormales aplicados al espionaje donde es posible comunicarse con los muertos. Pynchon recurre al uso de cancioncillas humorísticas y paródicas, un recurso marca de la casa. Sexo, mucho sexo y pornografía y escatología tienen su lugar en la trama, en algunas escenas realmente desagradables y obscenas. Y es que Pynchon no tiene freno, no le importa tocar temas que provoquen rechazo. Él va por libre y utiliza todos los recursos a su alcance.
Empiezas a entender el porqué de la polémica que rodea a esta novela, tanto las cosas malas que dicen sobre ella, como las buenas. Te viene a la cabeza el artículo ‘Las posibilidades perdidas de la ciencia-ficción’, de Jonathan Lethem, que se publicó en The Village Voice, en el que analiza lo que podría haber significado para la ciencia ficción el que ‘El arco iris de gravedad’ hubiese ganado el Premio Nebula de 1973, al que estaba nominado: "En 1973, El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon recibió el Premio Nebula, el mayor galardón otorgado en el campo antes conocido como "ciencia-ficción" (un término que prácticamente ha caído en el olvido)..." ( ‘The Squandered Promise of Science Fiction’)
En la segunda parte de la novela es cuando empieza a ser reconocible el Pynchon que más te gusta, el de ‘V.’ y ‘La subasta del lote 49’. Parece que tenías razón respecto a Slothrop, ya que éste empieza a tener más preponderancia en la historia. Entras en un escenario donde predomina el juego de máscaras y los cambios de identidad, y donde Slothrop es el blanco de todo tipo de estrategias. No es raro por tanto que S. caiga en un estado de paranoia permanente. Te introduces en un tramo donde resalta el paradigma posmoderno. Slothrop es producto de visiones y de manía persecutoria; el delirio es constante, así como la utilización y acumulación de siglas; parece que exista un enorme ente que lo controla todo; Guerra=Capitalismo. El humor está muy presente, con una serie de persecuciones dignas del mejor cine mudo. Empiezas a entender mucho más a los personajes y cómo están definidos.
Y entras en la tercera parte. Y no puedes evitar exclamar a viva voz: "¡Qué cabrón!" A lo largo de quinientas páginas, Pynchon te adentra en la Zona, en su particular visión de la Guerra y la Devastación. Te presenta, en un absoluto frenesí, un mundo dominado por descripciones de pesadilla, hiperrealistas, barrocas y bizarras, donde tienen lugar todo tipo de personajes, aparte de los ya conocidos: estafadores, traficantes, degenerados, enanos, es difícil distinguir la realidad del panorama mítico que Pynchon te propone. Parece que todo empieza a cobrar sentido. El rompecabezas del principio toma forma de espiral, de molécula con múltiples brazos, donde todo se dirige hacia un núcleo pero donde no es necesario que todas las ramificaciones tengan un final y una explicación, porque están ahí como parte del Juego, para darle sentido al Todo que es la novela. Slothrop tiene su misión personal, encontrar una explicación a su pasado, y saber qué sucede con el Cohete. Los personajes que se cruzan en su camino también tienen su propia historia: Squalidozzi, Enzian, Tchitcherin, Pökler, Greta. Así como algunos de los lugares que Pynchon te va presentando: Mittelwerke y sus túneles, Berlín o el Sudoeste de África. Todo ello te recuerda la imagen de la conspiración por antonomasia, esos tableros que aparecen en las películas de conspiraciones, esos donde un montón de hilos están atados a chinchetas que conectan entre sí cientos de fotos.
Ese afán por los saltos constantes entre tramas y cuestiones, la inmersión en los temas históricos y enciclopédicos, el sexo como arma, ese ir más allá en los géneros y estilos, convierten la lectura de ‘El arco iris de la gravedad’ en todo un reto. Pynchon parece que es como una religión. Has de tener fe y creer que te va a llevar a buen puerto. O eres creyente, o no lo eres.
Con Pynchon no valen las medias tintas, exige el cien por cien de tu atención. La determinación es esencial, sobre todo en los pasajes más aburridos, que los hay. Una vez mentalizado de lo que te vas a encontrar durante este largo peregrinaje, empiezas a leer, emocionado pero también algo atemorizado por las dimensiones de la obra y por el autor, siempre impredecible. Pero sabes que merecerá la pena el esfuerzo.
La primera parte te reafirma en lo que ya pensabas: el libro va a ser un hueso duro de roer. Se trata de una novela excesiva en todos los sentidos. Un planteamiento en el que Pynchon te da a conocer docenas de personajes, la gran mayoría para no volver a aparecer más, pero a los que sin embargo intenta darles voz. Las escenas y argumentos crecen sin parar, ramificándose salvajemente. Terminas desorientado, ya que Pynchon no se para a explicar demasiado lo que está sucediendo. Pero bueno, es la seña de identidad de los autores posmodernos, plantear situaciones que no tendrán solución. Pynchon te da a conocer el escenario: Londres, 1944, acabando la segunda guerra mundial, con las bombas volantes V-2 cayendo desde el cielo. Conoces al que parece será el protagonista de la novela, Tyrone Slothrop, militar americano que trabaja en inteligencia y que tiene la capacidad de predecir cuándo caerá uno de estos artefactos del cielo porque se lo avisa una erección, todo ello producto de un experimento de un alemán demente, Jamf. Pero Pynchon no abunda en más explicaciones. Aun así, tienes paciencia porque hay suficientes páginas por delante para entrar en detalles. Parece que la idea es hacerse con las diversas piezas de un enorme rompecabezas, sin tener un plan claro de cómo van a encajar. Hasta aparece una sección sobre estudios paranormales aplicados al espionaje donde es posible comunicarse con los muertos. Pynchon recurre al uso de cancioncillas humorísticas y paródicas, un recurso marca de la casa. Sexo, mucho sexo y pornografía y escatología tienen su lugar en la trama, en algunas escenas realmente desagradables y obscenas. Y es que Pynchon no tiene freno, no le importa tocar temas que provoquen rechazo. Él va por libre y utiliza todos los recursos a su alcance.
Empiezas a entender el porqué de la polémica que rodea a esta novela, tanto las cosas malas que dicen sobre ella, como las buenas. Te viene a la cabeza el artículo ‘Las posibilidades perdidas de la ciencia-ficción’, de Jonathan Lethem, que se publicó en The Village Voice, en el que analiza lo que podría haber significado para la ciencia ficción el que ‘El arco iris de gravedad’ hubiese ganado el Premio Nebula de 1973, al que estaba nominado: "En 1973, El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon recibió el Premio Nebula, el mayor galardón otorgado en el campo antes conocido como "ciencia-ficción" (un término que prácticamente ha caído en el olvido)..." ( ‘The Squandered Promise of Science Fiction’)
En la segunda parte de la novela es cuando empieza a ser reconocible el Pynchon que más te gusta, el de ‘V.’ y ‘La subasta del lote 49’. Parece que tenías razón respecto a Slothrop, ya que éste empieza a tener más preponderancia en la historia. Entras en un escenario donde predomina el juego de máscaras y los cambios de identidad, y donde Slothrop es el blanco de todo tipo de estrategias. No es raro por tanto que S. caiga en un estado de paranoia permanente. Te introduces en un tramo donde resalta el paradigma posmoderno. Slothrop es producto de visiones y de manía persecutoria; el delirio es constante, así como la utilización y acumulación de siglas; parece que exista un enorme ente que lo controla todo; Guerra=Capitalismo. El humor está muy presente, con una serie de persecuciones dignas del mejor cine mudo. Empiezas a entender mucho más a los personajes y cómo están definidos.
Y entras en la tercera parte. Y no puedes evitar exclamar a viva voz: "¡Qué cabrón!" A lo largo de quinientas páginas, Pynchon te adentra en la Zona, en su particular visión de la Guerra y la Devastación. Te presenta, en un absoluto frenesí, un mundo dominado por descripciones de pesadilla, hiperrealistas, barrocas y bizarras, donde tienen lugar todo tipo de personajes, aparte de los ya conocidos: estafadores, traficantes, degenerados, enanos, es difícil distinguir la realidad del panorama mítico que Pynchon te propone. Parece que todo empieza a cobrar sentido. El rompecabezas del principio toma forma de espiral, de molécula con múltiples brazos, donde todo se dirige hacia un núcleo pero donde no es necesario que todas las ramificaciones tengan un final y una explicación, porque están ahí como parte del Juego, para darle sentido al Todo que es la novela. Slothrop tiene su misión personal, encontrar una explicación a su pasado, y saber qué sucede con el Cohete. Los personajes que se cruzan en su camino también tienen su propia historia: Squalidozzi, Enzian, Tchitcherin, Pökler, Greta. Así como algunos de los lugares que Pynchon te va presentando: Mittelwerke y sus túneles, Berlín o el Sudoeste de África. Todo ello te recuerda la imagen de la conspiración por antonomasia, esos tableros que aparecen en las películas de conspiraciones, esos donde un montón de hilos están atados a chinchetas que conectan entre sí cientos de fotos.
Ese afán por los saltos constantes entre tramas y cuestiones, la inmersión en los temas históricos y enciclopédicos, el sexo como arma, ese ir más allá en los géneros y estilos, convierten la lectura de ‘El arco iris de la gravedad’ en todo un reto. Pynchon parece que es como una religión. Has de tener fe y creer que te va a llevar a buen puerto. O eres creyente, o no lo eres.