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Después de una serie de decepciones personales, un amigo me regaló este libro que todavía tiene en su cuarta tapa la etiqueta verde fluo con el precio en rupias nepalinas. Me lo trajo a mi casa con dos cervezas, un abrazo de consuelo y el pitch de que por inverosímil que parecieran los hechos de la trama, era la primera obra de no-ficción del maestro de la ficción histórica que yo le había recomendado dos años atrás, cuando vino a pedirme un libro que lo atrapara y no lo soltara.
El punto es que el inicio de nuestro mercado negro de literatura se fundó con un autor que él ya había elegido al azar, incluso antes de conocerme, y que lo fascinó al punto de consumir su obra completa.
En el medio de mi ensimismamiento con los tropezones de la vida y en la esencia circular del mundo que nunca deja de sorprenderme, mi amigo con su recomendación me recordó que la lectura puede ser un refugio, un espacio de evasión, un pasaporte sin fronteras. Y para mi Ken Follett es exactamente eso, el autor al que acudimos cuando necesitamos viajar en tiempo y espacio para olvidar un rato quiénes somos y dónde estamos.
El punto es que el inicio de nuestro mercado negro de literatura se fundó con un autor que él ya había elegido al azar, incluso antes de conocerme, y que lo fascinó al punto de consumir su obra completa.
En el medio de mi ensimismamiento con los tropezones de la vida y en la esencia circular del mundo que nunca deja de sorprenderme, mi amigo con su recomendación me recordó que la lectura puede ser un refugio, un espacio de evasión, un pasaporte sin fronteras. Y para mi Ken Follett es exactamente eso, el autor al que acudimos cuando necesitamos viajar en tiempo y espacio para olvidar un rato quiénes somos y dónde estamos.