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De verdad quería enamorarme de este libro y de esta escritora, pero supongo que, por mucho que nos esforcemos, todos tenemos prejuicios y mochilas cargadas a la espalda. La mía está llena de una conciencia de clase que a veces me impide aceptar determinados discursos. Discursos como este de Didion.
Y eso que el tema del duelo me parecía un temazo.
Por desgracia, lo que he aprendido de este libro es que los pobres y los ricos, por mucho que nos empeñemos, no nos morimos igual.
Dice Jorge Manrique que nuestras vidas son los ríos que dan al mar, pero lo cierto es que unos ríos transcurren plácidos, limpios y sonoros hasta su desembocadura, mientras que otros riachuelos van a trompicones por el fango, cargados de basura y sedimentos hasta su final.
Tiene razón la frase de la contracubierta del libro: la honestidad de Joan Didion es brutal. Y es que no hace nada por esconder una vida llena de privilegios y derroches, casas de ensueño, viajes a Honolulu y París, y amigos y contactos “importantes” a los que pedir favores.
Joan Didion pertenece a esa clase de gente que parece tener todos los recursos a su disposición. No me extraña que le haya costado tanto entender que toda su fama, su riqueza, sus contactos, no eran suficientes para evitar la tragedia de su vida. Una vida fabulosa, privilegiada, truncada por una bofetada de realidad.
Lo siento de verdad, Joan, pero me ha sido muy difícil empatizar contigo en esta narración, porque mi realidad y la tuya son muy diferentes.
Y es que, en mi realidad, la gente se muere aguardando una llamada del médico que nunca llega. Se muere esperando su turno en la lista de espera de una radiografía. Se muere en la calle, o sola, o rodeada de desconocidos. Se muere de frío y de hambre o se marchita de desesperación.
La gente que no es como Joan Didion no tiene esquelas escritas por grandes nombres ni pomposos funerales en Beverly Hills. Ni tampoco criados (llamados “José”, por cierto, que son “casi como de la familia”) que acudan a primera hora de la mañana a limpiar la sangre que ha quedado en el suelo tras la tragedia.
La gente que no es como Joan Didion no puede permitirse coger cualquier avión para reunirse con sus seres queridos en cualquier hospital del mundo, ni pueden exigir que sean atendidos por las mejores (y bien pagadas) manos profesionales.
Sí: todos morimos y todos sufrimos (teóricamente) igual ante una pérdida, pero la realidad es que algunos tenemos que limpiar con nuestras propias manos los restos de sangre de la moqueta.
Y eso que el tema del duelo me parecía un temazo.
Por desgracia, lo que he aprendido de este libro es que los pobres y los ricos, por mucho que nos empeñemos, no nos morimos igual.
Dice Jorge Manrique que nuestras vidas son los ríos que dan al mar, pero lo cierto es que unos ríos transcurren plácidos, limpios y sonoros hasta su desembocadura, mientras que otros riachuelos van a trompicones por el fango, cargados de basura y sedimentos hasta su final.
Tiene razón la frase de la contracubierta del libro: la honestidad de Joan Didion es brutal. Y es que no hace nada por esconder una vida llena de privilegios y derroches, casas de ensueño, viajes a Honolulu y París, y amigos y contactos “importantes” a los que pedir favores.
Joan Didion pertenece a esa clase de gente que parece tener todos los recursos a su disposición. No me extraña que le haya costado tanto entender que toda su fama, su riqueza, sus contactos, no eran suficientes para evitar la tragedia de su vida. Una vida fabulosa, privilegiada, truncada por una bofetada de realidad.
Lo siento de verdad, Joan, pero me ha sido muy difícil empatizar contigo en esta narración, porque mi realidad y la tuya son muy diferentes.
Y es que, en mi realidad, la gente se muere aguardando una llamada del médico que nunca llega. Se muere esperando su turno en la lista de espera de una radiografía. Se muere en la calle, o sola, o rodeada de desconocidos. Se muere de frío y de hambre o se marchita de desesperación.
La gente que no es como Joan Didion no tiene esquelas escritas por grandes nombres ni pomposos funerales en Beverly Hills. Ni tampoco criados (llamados “José”, por cierto, que son “casi como de la familia”) que acudan a primera hora de la mañana a limpiar la sangre que ha quedado en el suelo tras la tragedia.
La gente que no es como Joan Didion no puede permitirse coger cualquier avión para reunirse con sus seres queridos en cualquier hospital del mundo, ni pueden exigir que sean atendidos por las mejores (y bien pagadas) manos profesionales.
Sí: todos morimos y todos sufrimos (teóricamente) igual ante una pérdida, pero la realidad es que algunos tenemos que limpiar con nuestras propias manos los restos de sangre de la moqueta.