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La Historia está llena de pequeños descubrimientos capaces de cambiar el mundo. Aunque debería decir pequeños vistos desde nuestros días. Este es el caso de la longitud, es decir, esas líneas imaginarias que trazan nuestro planeta desde los polos, dividiéndolo en veinticuatro partes iguales. La longitud era fundamental en tierra firme para trazar mapas lo más exactos posibles, pero sobre todo era esencial para la navegación. El mundo era un gran desconocido cuyos horizontes estaban todavía por descubrir y el único medio para hacerlo era en barco, surcando esos océanos y mares ignotos donde cualquier error de cálculo podía suponer perderse en su inmensidad y morir con seguridad, ya sea por la escasez de agua potable y alimentos como por escorbuto. Un barco podía pensar que estaba arribando a su destino cuando quizás era todo lo contrario, o podía colisionar con elementos desconocidos provocando su hundimiento.
Hay que pensar en la longitud como un elemento asociado al tiempo. Si tenemos en cuenta que circunvalar la Tierra supone 360º, que se dividen en 24 meridianos de longitud, obtenemos una separación entre ellos de 15º, calculándose cada grado en minutos. Por lo tanto es fundamental saber en todo momento el tiempo real tanto en el barco como en el lugar desde el que se ha partido o el de destino. Parece simple, con un simple reloj arreglado. Pero no es tan fácil como parece, porque la temperatura y la presión atmosférica afectan mucho la maquinaria de los relojes, adelantándolos o retrasándolos o simplemente parándolos. El capitán pensaba que estaba a X minutos de su destino y se encontraba con que el tiempo pasaba y no arribaban a lugar alguno. Y aquí entraban en juego los partidarios de los relojes y los que preferían guiarse por el mapa estelar, mirando el cielo.
Era tan importante para los países encontrar una solución al problema de la longitud, que les hacía perder barcos, mercancías, hombres y dinero, que decidieron poner una recompensa a aquél que diese una solución lo más exacta posible. El gobierno inglés llegó a ofrecer 20.000 libras, el equivalente a varios millones en la actualidad, estableciéndose así el Decreto de la Longitud de 1714.
Muchos científicos de renombre hicieron frente al reto pero sólo uno lo consiguió, John Harrison. Esta es su historia, la de él y la de otros tantos que quisieron encontrar una solución al problema. Galileo, Newton, Huygens y un largo etcétera no fueron capaces que dar con la clave. Tuvo que llegar Harrison, un desconocido, un autodidacta aficionado a los relojes, carpintero de profesión para poner fin al problema. Y no lo tuvo nada fácil, porque además de intentar construir sus máquinas de precisión, tuvo que hacer frente a la oposición de los astrónomos, empeñados en que su método era el mejor y más adecuado.
Dava Sobel, periodista científica, nos ofrece un relato claro y apasionante de un descubrimiento que cambió nuestra Historia para siempre. Parece mentira que algo para lo que actualmente son necesarios dos simples relojes de pulsera, trajese de cabeza a medio mundo.
Hay que pensar en la longitud como un elemento asociado al tiempo. Si tenemos en cuenta que circunvalar la Tierra supone 360º, que se dividen en 24 meridianos de longitud, obtenemos una separación entre ellos de 15º, calculándose cada grado en minutos. Por lo tanto es fundamental saber en todo momento el tiempo real tanto en el barco como en el lugar desde el que se ha partido o el de destino. Parece simple, con un simple reloj arreglado. Pero no es tan fácil como parece, porque la temperatura y la presión atmosférica afectan mucho la maquinaria de los relojes, adelantándolos o retrasándolos o simplemente parándolos. El capitán pensaba que estaba a X minutos de su destino y se encontraba con que el tiempo pasaba y no arribaban a lugar alguno. Y aquí entraban en juego los partidarios de los relojes y los que preferían guiarse por el mapa estelar, mirando el cielo.
Era tan importante para los países encontrar una solución al problema de la longitud, que les hacía perder barcos, mercancías, hombres y dinero, que decidieron poner una recompensa a aquél que diese una solución lo más exacta posible. El gobierno inglés llegó a ofrecer 20.000 libras, el equivalente a varios millones en la actualidad, estableciéndose así el Decreto de la Longitud de 1714.
Muchos científicos de renombre hicieron frente al reto pero sólo uno lo consiguió, John Harrison. Esta es su historia, la de él y la de otros tantos que quisieron encontrar una solución al problema. Galileo, Newton, Huygens y un largo etcétera no fueron capaces que dar con la clave. Tuvo que llegar Harrison, un desconocido, un autodidacta aficionado a los relojes, carpintero de profesión para poner fin al problema. Y no lo tuvo nada fácil, porque además de intentar construir sus máquinas de precisión, tuvo que hacer frente a la oposición de los astrónomos, empeñados en que su método era el mejor y más adecuado.
Dava Sobel, periodista científica, nos ofrece un relato claro y apasionante de un descubrimiento que cambió nuestra Historia para siempre. Parece mentira que algo para lo que actualmente son necesarios dos simples relojes de pulsera, trajese de cabeza a medio mundo.