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A esta altura de mi vida, reconozco que no me gusta tanto la música en sí como la idea de la música. O sea que, en general, no disfruto tanto escuchando música como escuchando hablar sobre ella, o leyendo sobre ella. Y aunque me interesa bastante el aspecto digamos formal del tema, del que algo entiendo pero no demasiado, prefiero por sobre ellos otro tipo de análisis, más oblicuos, más filosóficos, más personales, menos verdaderos, como los que intenta Nick Hornby en este libro.
A Hornby lo conocía, por supuesto, por Alta fidelidad, un libro repleto de nombres de canciones, y de músicos, y de ránkings, y repleto de la idea de que los gustos musicales son algo importante y trascendental. Había imaginado que Hornby sería una especie de melómano consumado, y que este libro supondría al menos una dimensión de análisis erudito. Pero nada que ver. Hornby se declara desconocedor de la materia formal, o al menos no está interesado en ella. Ni en ella ni en la importancia histórica o cultural de las piezas que analiza. Su lista es enteramente personal. En cada uno de estos treinta y un ensayos, aborda una canción que le resulta íntimamente relevante, y explica por qué. En el primero de todos, dedicado a “Thunder Road”, de Springsteen, nos dice:
¿Qué querrá decir todo esto? Ciertamente, nada que sea verificable en la canción; no es un análisis musical, ni siquiera lírico. Es apenas la impresión de Hornby al escucharla, un enunciado que no tiene propiamente un valor de verdad. No significa nada, excepto que casualmente venga a completar la impresión que uno mismo tenía de la canción antes de escucharla. Lo que la música puede llegar a evocar pertenece al terreno de lo inefable, pero quizás se le pueden poner palabras que de alguna manera se aproximan a la experiencia.
No es, para usar los términos saussureanos, una relación entre significante y significado, uno a uno, sino algo más cercano a la imagen poética y a la mística. La canción produce algo en quien la oye, algo que podríamos caracterizar como una especie de “imagen”; las palabras de Hornby, sin un referente concreto, quizás evoquen una imagen que se aproxime a la anterior. O quizás no lo logren, en tu caso, y no te digan nada.
Por mi parte, de cualquier manera, no es tampoco esto lo que más me interesa del libro. De las treinta y una canciones que lista Hornby, apenas sí conocía y había escuchado seis. El resto las oí en simultáneo con el ensayo, o después de leerlo; en general, ninguna me pareció la gran cosa. Terminé por darme cuenta de que estos ensayos bien podrían prescindir de las canciones; lo mismo hubiera sido para mí si se referían a canciones inexistentes, a canciones imaginarias, como los libros que de tanto en tanto pretendía reseñar Borges.
Cuando digo que este es el tipo de análisis que me gusta, no estoy queriendo decir que la música, o el arte en general, solo puedan comprenderse desde un punto de vista individual y subjetivo, sin atender a las virtudes de la composición. No creo en eso, para nada. Lo que digo es que el ejercicio de la crítica, en el rubro que sea, debe ser considerado como otra rama de la literatura, capaz de los mismos logros artísticos, y que no debe juzgarse en relación con sus referentes.
¿Importa, digamos, si el Julio César de Shakespeare se parece al Julio César histórico? ¿Importa si lo que un crítico escribe sobre la obra de Shakespeare se parece a la obra de Shakespeare? En uno y otro caso, me parece, lo que les pido es que las representaciones estén bien escritas y que sean inteligentes, no que se me asemejen a otro objeto. En este espíritu, leí el libro de Hornby no porque me interese la música, sino porque me interesa la literatura.
A Hornby lo conocía, por supuesto, por Alta fidelidad, un libro repleto de nombres de canciones, y de músicos, y de ránkings, y repleto de la idea de que los gustos musicales son algo importante y trascendental. Había imaginado que Hornby sería una especie de melómano consumado, y que este libro supondría al menos una dimensión de análisis erudito. Pero nada que ver. Hornby se declara desconocedor de la materia formal, o al menos no está interesado en ella. Ni en ella ni en la importancia histórica o cultural de las piezas que analiza. Su lista es enteramente personal. En cada uno de estos treinta y un ensayos, aborda una canción que le resulta íntimamente relevante, y explica por qué. En el primero de todos, dedicado a “Thunder Road”, de Springsteen, nos dice:
“Una de las cosas fantásticas de la canción tal como aparece en Born to Run es que los primeros compases, con una armónica jadeante y un precioso piano dolorido, suenan en realidad como refiriéndose a algo acontecido antes de empezar la grabación, algo trascendental y triste pero que no destruye toda esperanza”
¿Qué querrá decir todo esto? Ciertamente, nada que sea verificable en la canción; no es un análisis musical, ni siquiera lírico. Es apenas la impresión de Hornby al escucharla, un enunciado que no tiene propiamente un valor de verdad. No significa nada, excepto que casualmente venga a completar la impresión que uno mismo tenía de la canción antes de escucharla. Lo que la música puede llegar a evocar pertenece al terreno de lo inefable, pero quizás se le pueden poner palabras que de alguna manera se aproximan a la experiencia.
No es, para usar los términos saussureanos, una relación entre significante y significado, uno a uno, sino algo más cercano a la imagen poética y a la mística. La canción produce algo en quien la oye, algo que podríamos caracterizar como una especie de “imagen”; las palabras de Hornby, sin un referente concreto, quizás evoquen una imagen que se aproxime a la anterior. O quizás no lo logren, en tu caso, y no te digan nada.
Por mi parte, de cualquier manera, no es tampoco esto lo que más me interesa del libro. De las treinta y una canciones que lista Hornby, apenas sí conocía y había escuchado seis. El resto las oí en simultáneo con el ensayo, o después de leerlo; en general, ninguna me pareció la gran cosa. Terminé por darme cuenta de que estos ensayos bien podrían prescindir de las canciones; lo mismo hubiera sido para mí si se referían a canciones inexistentes, a canciones imaginarias, como los libros que de tanto en tanto pretendía reseñar Borges.
Cuando digo que este es el tipo de análisis que me gusta, no estoy queriendo decir que la música, o el arte en general, solo puedan comprenderse desde un punto de vista individual y subjetivo, sin atender a las virtudes de la composición. No creo en eso, para nada. Lo que digo es que el ejercicio de la crítica, en el rubro que sea, debe ser considerado como otra rama de la literatura, capaz de los mismos logros artísticos, y que no debe juzgarse en relación con sus referentes.
¿Importa, digamos, si el Julio César de Shakespeare se parece al Julio César histórico? ¿Importa si lo que un crítico escribe sobre la obra de Shakespeare se parece a la obra de Shakespeare? En uno y otro caso, me parece, lo que les pido es que las representaciones estén bien escritas y que sean inteligentes, no que se me asemejen a otro objeto. En este espíritu, leí el libro de Hornby no porque me interese la música, sino porque me interesa la literatura.